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Recuerdo claramente tener 8-9 años y escuchar de boca de “Miss Susana” unas palabras que me quedaron tatuadas en el cerebro. Palabras más, palabras menos, me dijo: “Nunca he conocido una persona que lea tanto como tú y que tenga tan mala ortografía”.


En ese entonces Susana Becerini era una eminencia en literatura, autora publicada y (por alguna mala jugada del karma) supervisora del curso de regularización en ortografía para toda la primaria.


Nunca me lo perdí. Participé en ese curso por 6 años seguidos…y sin resultados.


Puedo decir con orgullo que siempre fui una excelente alumna, con buenas notas y muchos reportes de conducta, sin embargo, mi madre habrá considerado la escuela de verano como una alternativa más provechosa que los campamentos o cursos de verano de juegos y manualidades. Asistí al taller de matemáticas, inglés y civismo para matar el tiempo, pero el de ortografía era mío por derecho.


20 años después la ortografía sigue siendo mi coco. Es el enemigo que acompaña día a día en mi profesión de comunicador y que me obliga a retarme y mirar dos veces cada párrafo que escribo.


Por otro lado, la convivencia me ha hecho ver que existen 2 tipos de personas: los “gramar-nazis” y a los que les importa un cacahuate.


Los primeros tienen sumamente desarrollada la capacidad lingüística y pueden detectar una falta de acentos, o el uso de puntuaciones erróneas a kilómetros. (Dios sabe que los envidio). Pero también suelen sufrir una incomodidad profunda, casi dolorosa, al leer un texto con errores, los cuales inmediatamente deben señalar, cortando así cualquier hilo de conversación con tal de hacer evidente el garrafal error.


Los segundos vienen en distintas presentaciones, pudiendo encontrar los que aún tienen un poco de vergüenza y acuden al poderoso Google o Word para esconder su ignorancia, ¡o los MeGA acT!v0s EM r4d4s s0C!aLes (los cuales no entiendo como leen o redactan jeroglíficos).


Sea cual sea la razón de estas diferencias, el hecho es que escribir y permitirse un poco de “diarrea mental” es un ejercicio catártico y personal, que aún con una mala ortografía no deberá negársele a nadie jamás.


 En palabras de Antonio Castro:

“Una estupidez bien escrita sigue siendo una estupidez, y un maravilloso pensamiento escrito con incorrección sigue siendo maravilloso.”


Anticipadamente me disculpo por los errores que puedan encontrar en estos textos (no se apuren, no es necesario señalarlos...). Probablemente me tome otros 20 años volver a leer esta página y darme cuenta de la bola de sandeces que escribía en mis tiempos libres. 

En la vida hay que admitir cuando simplemente no sabes por dónde, ni cómo hacerle.


En mi caso, ser una señora llego con el anillo, la casa y años después un niño, sin embargo, esto no significo que de la noche a la mañana me convirtiera en un ser organizado o reina del hogar a la Bree Van Der Kamp. 


Odio cocinar, no me gusta lavar platos y rápidamente descubrí que las verduras no duran por siempre en el refri. En fin, para resumir, mi idea de matar el hambre era hacerma una quesadilla o un sandwich. 


Este 2021 y como parte de mis "propósitos", cocinaré o moriré en el intento (yo o mis comensales). 


En mi cabeza esto sonaba claro y fuerte, pero al compartirlo durante una comida, fueron varios los pares de ojos que me vieron con terror. Mi "comadre", una verdadera y consagrada Bree, hada del hogar y generala del orden, me jaló y me sugirió tratar con Themomix. 



El principio me reusé a unirme a esa secta de "yo todo lo puedo", pero trás una semana de alimentos perfectamente preparados (y recalentados), empecé a considerarlo fuertemente. 

Hoy llega a mi casa la famosa Robotina de la era moderna y junto con la emoción me queda la duda ¿¿Qué chingados hice??


Ahora si 2021, cocino o cocino.